El arte africano es un conjunto de manifestaciones artísticas producidas por los pueblos del África negra a lo largo de la historia.
El continente africano acoge una gran variedad de culturas, caracterizadas cada una de ellas por un idioma propio, unas tradiciones y unas formas artísticas características. Aunque la gran extensión del desierto del Sahara actúa como barrera divisoria natural entre el norte de África y el resto del continente, hay considerables evidencias que confirman toda una serie de influencias entre ambas zonas a través de las rutas comerciales que atravesaron África desde tiempos remotos.
En numerosas tribus indígenas de África, el arraigo de la tradición artística autóctona ha permitido el mantenimiento de diversas manifestaciones estéticas hasta épocas relativamente recientes. De hecho, es precisamente a partir de principios del siglo XX cuando este arte comienza a ser apreciado en Occidente, primero por los representantes de la vanguardia y después por museos y público en general.
Hasta principios del siglo XIX el continente africano era el gran desconocido para los europeos; en él coexistían una gran pluralidad de razas y se hablaban más de diez mil lenguas. Aunque los portugueses habían llegado al río Congo en 1482, el interés científico y, sobre todo, económico de las naciones europeas por África no se desarrolló hasta mediados de la mencionada centuria. A partir de esa fecha, sucesivas expediciones nutrieron de piezas los museos de las metrópolis. El arte africano, desarrollado por comunidades aisladas, muy pequeñas, presenta una enorme variedad. Asimismo, se aprecia su relación cercana con diversas prácticas y actividades sociales. En términos generales, como todas las manifestaciones artísticas primitivas, el arte africano es esencialmente funcional, siempre surge asociado a un acto religioso o de carácter social, y de ahí que esté fuertemente condicionado por las creencias.
Antes de que se iniciara el proceso de colonización del continente, la mayor parte de los pueblos africanos eran animistas, es decir, atribuían un alma o principio vital a todos los seres y fenómenos de la naturaleza. Sólo las civilizaciones más desarrolladas llegaron a crear un panteón de divinidades establecidas. Los africanos creían en un dios todopoderoso que no se comunicaba con los imperfectos seres humanos. Esa divinidad otorgaba a todas las criaturas un espíritu, que podía ejercer una influencia positiva o negativa; los más poderosos eran los antepasados: cuando un hombre moría, su espíritu se separaba de su cuerpo y vagaba por el lugar donde vivió. Los africanos creían que estos espíritus moraban en las figuras talladas que representan a los difuntos y que eran custodiadas por sus parientes.
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